jueves, 20 de noviembre de 2014

                          


  TERCIOPELOS, BRONCES Y PORCELANAS
                                                                                 



               Anochecía con una persistente lluvia sobre la pequeña población de suntuosas casas. El caserío se alzaba sobre las entrañas del terreno y oponían su resistencia al fuerte ventarrón. Los cipreses y los abetos hacían reverencias, con ayuda del viento, a la luna que cubría el terror de sus ojos con el negro de las nubes nocturnas. Los parques temblaban con los estrépitos de la seguidilla de truenos. Los rayos dibujaban garras en las alturas. El incesante sonido del tiroteo de la lluvia se hacía sentir sobre los tejados.

               Dentro de la mansión de los Ramanelli crepitaban los leños de la chimenea mientras precipitadas gotas estallaban y se deslizaban sobre los vidrios empañados del amplio ventanal. Las llamas danzaban dando la única alegría al salón. Los espejos con marcos dorados reflejaban a Benjamín, el obeso mayordomo, y a Maria, institutriz de la joven Camila.

               Hora de cenar. Todos en la larga mesa de cedro conversaban animadamente esperando el caldo pronto a llegar. El señor Ramanelli hablaba con Augusto, el prometido de su hija, y con su esposa, la elegante señora Sara. Maria corregía la postura de Camila. Luego de cenar el silencio abandonó la sala y dejó lugar a los murmullos de la familia. El señor Ramanelli limpió los vidrios del empañado ventanal y se sentó junto a la botella de su licor favorito. Allí permaneció inmóvil mirando hacia el parque de inquietos árboles durante algunas horas. En la casa las luces se apagaron, solo quedó un candelabro de cuatro resplandores que alumbraban tenuemente un cuerpo vencido por el alcohol y una familia rodeándolo. El licor utilizó la boca del señor Ramanelli para contar lo acontecido en una población cercana.

               “El miserable ciego vivía en una hermosa casa del otro lado del río. El paisaje era más que paradisíaco. La alta casa se reflejaba sobre el espejo de las aguas del rio que dejaba al descubierto las piedras alfombradas de musgo. Los árboles se amontonaban sobre las márgenes de las aguas dejando caer sus hojas pardas para ser transformadas en caprichosos barquitos de papel. Detrás de la casa se extendían vastos trigales auríferos. Pero toda esa belleza contrastaba con el odio y la avaricia del viejo Marcos.

               El vivía en su silla de ruedas con el pesar de su ceguera. Su silla era empujada por Domingo, casi un hijo que llegó a la casa cuando aún era un bebé en una canasta abandonada en el umbral de la puerta. Era la persona mas fuerte de la comarca, no así su débil inteligencia que era aprovechada por el astuto viejo. De tez morena y grandes dientes blancos, frecuentemente revelados por una amplia sonrisa. Él haría cualquier cosa por su amo.

               En la casa también vivía Ana, La hija del ciego. Ella era hermosa, sus cabellos como el sol y sus celestes ojos solo existían para el gallardo e inescrupuloso joven Ferré.

               Meses después se celebraba una boda en la capilla aldeana.

               A la paz de una cabaña pronto se sumó la ternura de una madre y la alegría de un primogénito varón. Esa noche en que la luna se bañaba en miel, el mezquino ciego se bañaba en indiferencia y al joven Ferré lo ahogaba la felicidad del hedor de un vino barato.    
       
- Cuando muera el miserable viejo mi felicidad será completa y seré el hombre mas rico de la comarca- Pensó durante su feliz embriaguez.

               Un día regresaba Ferré con su pesado cansancio cuando de repente, sus ojos ávidos centellaron. El viejo estaba solo en su silla de ruedas.

                 Al llegar Domingo encontró una silla solitaria.

               En la ladera de la colina se veía la silueta de Ferré cargando dificultosamente al viejo, que golpeaba débilmente la espalda del fornido muchacho. Avanzaron rio abajo largo rato hasta llegar al sitio donde el apacible lecho se transformaba en una fuente ensordecedora  de estrépitos. Las aguas se estrellaban impetuosamente contra la consistencia de las rocas y luego de jugar a los remolinos se perdían en un conjunto de rápidos. Una infortunada rama cayó al rio; sus quebradizos brazos daban desesperados manotazos sobre las piedras tratando de salvar su débil y seco cuerpo, pero de ese infiernillo de golpes y cascadas nadie podría escapar. El joven y el ciego forcejeaban entre las matas y las espinas. El mas fuerte surgió vencedor al desmayar de un golpe a su oponente. Entonces se inclinó para tomar al viejo. El cuerpo sintió la fuerza de las tenazas de unos terribles brazos, fue arrastrado, luego arrojado con ímpetu formidable desde el puente de piedra al infiernillo de turbias aguas. Entonces el ruido de las blancas cascadas fue mas ensordecedor que nunca. Al levantar la mirada el sorprendido joven vio sobre el puente de piedra la figura de Domingo, el causante de que sus sueños de riqueza se desvanecieran al igual que su ambiciosa vida…”

               La señora Ramanelli interrumpió el relato y con ayuda de Benjamín incorporó a su esposo para llevar su vencido cuerpo a  su cuarto.

               La lúgubre casa estaba silenciosa. Solo se divisaba la luz de un candelabro. El dueño de casa se dirigió nuevamente al sillón y allí se adormeció con la humedad del alcohol en sus labios.

               Ahora si. Solo permanecían un par de ojos abiertos.

               Al día siguiente por los amplios ventanales se podía ver a la señora Ramanelli y a sus allegados, vestidos de amargura con trajes color noche. Todos munidos de negros rosarios. Al tiempo que las cuentas caían una a una entre los dedos de Camila, sus ojos mostraban diamantinas lágrimas.

               La viuda Ramanelli sabía muy bien quien era el causante de tanto dolor. Ella era la única conocedora, junto a su difunto marido, del mas recóndito secreto que anidaba en Benjamín. Él era el niño fruto de la ambición y la pureza. Él era el hijo de Ferré y Ana.

               En el corazón del mayordomo se agitaba un terrible odio que solo sería saciado con el silencio del señor Ramanelli pues el pobre Benjamín no soportaba escuchar el recuerdo de sus padres en la boca de su amo.

               El mayordomo huyó del lugar la misma noche del asesinato. Nunca mas se supo de él aunque el viento traía rumores de que vivía solo en el bosque con sus presagios.

               Augusto y Camila se fueron juntos en busca de nuevos horizontes. Solo una amargada y canosa mujer vestida de luto y rodeada de terciopelos permanecía allí.

                En esa tenebrosa y obscura mansión aún se ve por sus ventanales tirado en el sillón el cuerpo de quien una noche, su vida entró en el silencio eterno por culpa de un falso amigo, el alcohol.

               En esos momentos cayeron pesadamente los vastos telones rojos con bordados en dorado. Las manos del público se entregaron al aplauso emitiendo vivas exclamaciones a los actores. El telón volvió a mostrar la estupenda escenografía.

               Los actores sonreían y desde sus ojos saltaban centellas de alegría. Algunos se abrazaban, otros lloraban, solo uno se ausentaba pero la  ovación no permitía notarlo. El debut fue todo un éxito. El actor que representaba al señor Ramanelli estaba reposando aún en el sillón. Una maquilladora se le acercó y notó que sus ojos sin brillo estaban ausentes del gran jolgorio.

               Cerca de allí el artista Joaquín Gonzuar, que representaba a Benjamín era capturado en un fallido intento de escapar de las manos de la ley. Pero esa es otra historia…





                                                                                 1° premio “Mes de Santiago. Julio 1992”